“Un cocuyo
florecía a ratos entre la penumbra
porque
ninguna estrella deja de estar ausente
Cuando
cerró las alcobas y los gallos cantaron
había
otro paraíso
completamente
rendido
en
las plantas de sus pies”.
José
Pérez
José
Pérez
(Anzoátegui, 1966)
Nació en El Tigre, estado Anzoátegui, Venezuela, el 15
de mayo de 1966. Reside en la isla de Margarita. Licenciado en Letras. Doctor
en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, España (2011). Desde 1991
se desempeña como Profesor Asociado de la Universidad de Oriente Núcleo de
Nueva Esparta en el área de Lingüística. Pertenece a la Red Nacional de
Escritores de Venezuela. Entre sus Obras destacan: Jardín del tiempo (Cuentos, 1991); Por la Mar de Luís Castro (Ensayo,
1995); Como ojo de pez (Poesía, 2006); Fombona, rugido de tigre (Novela, 2007)
y Cosmovisión del Somari (Ensayo, 2011 y 2013).
Poema Inédito
LA
CASA DE GUSTAVO
Este
corredor es lomo de libro y viento
para
el ojo feliz
en
la humildad. La esquina
era
otra.
Detrás
de los horcones
—como al centro de una
taza—
estaba
el rancho y sus hedores.
Era
depositario de los desvaríos del día
y
de la noche
de
la antigua Lecherías.
Aquí
defecaban los piratas más urgidos
los
fugitivos amantes escapados a las estrellas
y
alguna ocasional bengala de dama enloquecida.
Sus primitivos dueños pusieron el
cartel
clavado al árbol
con
la sentenciosa esperanza del se vende.
El
mar traía rumores y guijarros
hasta
el borde de la cerca.
No
habían amanecido otras moradas
y
los planetas seguían siendo lejanos.
Eran invisibles los futuros edificios.
De
menudo había una gran paz
y
pájaros y brisa.
A
poco los paisanos se acercaban
bondadosos
con vituallas y pescado
los
hijos tan pequeños
la
esposa tan amada,
tan
Mauren.
La vida tan dura.
Llama
de eterno amor en la alcoba.
Benito
—mi padre—
sembró
aquel limonero.
Ofelia
—maternal—
bendijo
las sombras
con
cándida oración.
Y
la casa de Gustavo hizo nido de libros
de
noticias
y
de tristes.
Aquí
durmieron los viejos camaradas.
Aquí
pernoctaron los poetas
errantes
en sus sueños y otros viajes.
La
policía rondaba el callejón.
Aquí
comió en la humilde mesa el Maestro Prieto
y
los artistas convirtieron en museo estos rincones.
Estaba
escrito en las sagradas escrituras de las olas
que
Gustavo Alejandro y Santiago David
serían
emperadores y reyes del consentimiento
avenidos
del lejano país de los nietos.
Estaba
escrito que el azabache de mi perro Sombra
sería
alguna vez nada más.
También
los aguacates y las verdes mandarinas
serían
nidos de arrendajos.
De
mi isla natal vino el peñero azul
de un
artesano genial
y
estas maderas finas
talladas
y entorchadas
las
hizo Pedro Barreto.
Ese
vitral espléndido es de la mano de Gladys.
Quiso
el mármol y la piedra de Guarame
ser
el pez
erosionado
en la talladura indomable de Valentín Malaver.
Como
esos
son tantos los recuerdos.
Esta
casa —si era un rancho abandonado—
es
ya una simple estrella de mar.
Aquí
espero cada tarde una cerveza
o
un amigo fugitivo en la poesía
aferrado
a un clásico Haikú de Bashô.
Si
el timbre suena es que alguien se detuvo
frente
al muro forrado con hiedra.
Si
alguien me visita recorremos el pasillo
de
este corredor infinito
y
nos vamos por aquí hasta la biblioteca.
La
dirección de mi casa es muy sencilla:
camino
de las olas y el viento
a
media cuadra de la luna
justo
frente al sol
y
un pasito más allá de los sueños.
Cuento Inédito
UNA
DULCE CENA CON MARGOT ROBBIE
El
empedrado barrio de San Telmo de Buenos Aires recibió esa noche los ojos azules
de mi bella Margot Robbie, justo cuando una luna también azul lanzaba bengalas,
escarchas, espumas o cualquier cosa parecida sobre las pampas del Sur, las
bahías enlucecidas, las gentes caminantes, los faroles en claroscuro, las voces
de suave tono y los mundos encontrados para sobrellevar la vida. Los amantes
por ejemplo.
Margot
viajó en mi mismo avión, o al revés, viajé en su vuelo desde Ámsterdam porque
ambos veníamos desde Australia y no hubo la posibilidad de un vuelo directo a
Buenos Aires desde Sídney. Yo vestí de piloto durante toda la travesía y a
menudo me sonrío cuando me serví alguna copa y caminé por los pasillos para
despejar la mente. Ella en cambio lucía serena, en paz, como una diosa. Hojeó
tres revistas y consultó largo rato un cuaderno de tapas fucsias, tan femenino
que parecía un manual de maquillaje, pero advertí que se trataba de un libreto
de cine.
Vestía
como una aeromoza. Ese era justo el papel que más la identificaba como en
aquella serie de Pan Am. A veces leía y ensayaba gestos faciales que no me eran
desapercibidos pero sí para el resto de los pasajeros de la pequeña primera
clase. Un gordo panzón con barba de cien años y rostro de mandón, de jefe
severo, de hombre fuerte y poderoso ni advirtió la belleza física y la
elegancia natural de Margot Robbie porque se tomó todo el licor que pudo y
exigió todo lo exigible a una aeromoza chilena que se esmeraba en aplicar el
manual de entrenamiento para los clientes VIP aunque tal vez sus entrañas ya
despreciaban a aquel sujeto.
En
mi vida de actor feliz jamás conocí una mujer más bella que Margot Robbie. Y en
mi vida de espía infeliz pues mucho menos. En París me correspondió seguir a
una señora banquera que lavaba capital proveniente del narcotráfico
suramericano bajo la apariencia de una diseñadora de modas que exportaba
vestidos parisinos para damas y caballeros de alta gama — que además se
prestaba para toda suerte de actos criminales a cambio de fuertes sumas de
dinero—, y ciertamente su porte, su donaire y su nivel de cultura pasmaban a
cualquier bobo y lanzaban por la borda a un incauto no fogueado en las artes
marciales de la seducción. Durante dos años mi sueño, mi comida y mis heces no
tuvieron otro norte que la vida de Madame Luciénne Lacolie o de la guapa
Ruperta María Calatrava de Sánchez —que era su verdadero nombre—, esposa de
civil nada más de un mafioso doble que practicaba de testaferro de un político
y también de un capo de la cocaína, sin que estos se dieran por enterados. Su
mujer Ruperta María Calatrava de Sánchez o Madame Luciénne Lacolie constituía
un tercer frente de tipo internacional que era el camino futuro de su fuga
hasta que me correspondió encender las antorchas de la vigilancia y preparar
los dardos de la discreción para hacer una cacería triple.
Margot
Robbie era un poema viviente y ya la vergüenza me atosigaba cuando le vi lo
ojos por primera vez frente a frente a más de once mil pies de altura sobre el
Atlántico. Ella se levantó para tomar agua con la sencillez de una chavala de
veinte años cuyas piernas tenían la flor del lirio sobre la dermis y la flor
del trigo sobre su cabellera lisa. No sé si le envié una mirada del actor que
he sido o del espía que soy pero igual hizo una mueca sencilla y respetuosa a
manera de saludo cuando le dije: “Adelante”, cediéndole el paso. Yo venía de regreso
del bar de los vinos del avión porque en mi cabeza no traía nada útil para
alimentar mi pereza de los viajes largos sobre los cielos invisibles, sin
árboles, sin avenidas, sin pájaros ni autos. Incluso, sin ruidos. Al frente mío
pasaban una película y no sé si por capricho de la aerolínea o por merecido
tributo a la estrella a bordo que era la actriz Margot Robbie pasaban en ese
film donde ella actuaba. Sin embargo, parecía desentendida.
Luciénne
Lacolie o Ruperta María Calatrava de Sánchez, una empleada de bancos que
aprendió toda suerte de operaciones en comercio internacional y financiación
encubierta de empresas de maletín y colocación de fondos mixtos de corruptos,
empezó su productiva hazaña mercantil personal en Panamá luego de pasar una
semana de disfrute en compañía de unas amigas de su ex marido a mediados de
2007. Ya se había separado de aquel esposo por infidelidad mutua y caprichos
personales contrapuestos como por ejemplo el anclaje existencial de Jorge David
en Porlamar para dedicarse al comercio de importación de zapatos deportivos de
marca y el de ella de aspirar alto, el glamour y las altas esferas que el color
local no le podían ofrecer. Otro viaje suyo a Sídney dos meses después con una
breve estancia en Nueva York, le abrieron los ojos de inmediato. La brecha, el
sendero apropiado y la suerte apuntaban al pretexto del diseño de modas
aprovechando el talento natural de su hermano Jesús José, un joven gay que era
mal visto como tal en la isla de Margarita pero que representaba oro en polvo
en París, Roma o Miami, por decirlo de algún modo. Jesús José era capaz de
confeccionar vestidos de hasta tres mil perlas con un virtuosismo impresionante
o armar de pedrería exótica y sedas la armadura exacta de un ave o una flor
sobre el cuerpo de una doncella.
Los
labios de Margot Robbie parecían dos pétalos sobre la cresta de una ola cuando
la mar duerme. Leyó más de tres horas y luego inclinó la cabeza sobre el
almohadín de apoyo mientras los auriculares del asiento le señalan internamente
algún clásico como Beethoven, Chopin o Mozart. Su pequeñita cartera negra y el
teléfono móvil estaban a un costado de su cintura. Era sin dudas una chica
elegante y muy inteligente. ¿Por qué viajaría sola? La había visto consumir
muchas gaseosas y eso podía ser la expresión de alguna ansiedad no revelada.
Sus finos lentes negros de montura impecable lucieron innecesarios el rato que
los usó. Eso parecía no tener sentido. Después de media hora sumida en los
laberintos oníricos del cielo hizo un gesto casual y cruzó las piernas en
sentido derecha izquierda, y ahí estaba su muslo blanco y firme como una flor
de loto, como la caricia de la primera nieve cuando nos sorprende bajo el sol.
En ese instante pensé en sus desnudos de internet, siempre asociados al buen
cine, a las escenas atrevidas de gran valor, a la sensualidad artística, a su
figura recién salida de la ducha o sentada en un gran sillón de hotel, entre
bouquet de flores. Sólo entonces me dije que no sólo la espiaría, como era mi
misión principal, sino que la invitaría a cenar al llegar a Buenos Aires.
La
presencia de Madame Luciénne Lacolie en el hotel Costa Galana y en el Casino
Carlos V sí que me extrañaron sobremanera. Rápidamente pude averiguar que se
había instalado en la ciudad desde un día antes del rodaje de la película de
Margot Robbie y Willy Smith. Hasta había asistido a algunas tomas y entablado
amistad, astutamente, con los asistentes de dirección, de utilería, maquillaje
y sonido amparada en la figura ingenua y dócil de su hermano gay. De momento aquel
interés podía ser meramente económico, de promoción de su moda engañosa o de
alguna conveniencia publicitaria. Sin embargo, el detective Leopoldo Jeanmarie
me puso al tanto de todo de una manera profesional. Madame Luciénne Lacolie o
Ruperta María Calatrava de Sánchez había recibido ya un maletín con más de
400.000 mil dólares en un lujoso auto alquilado durante una de esas noches
únicas de la bahía. Igualmente estuvo en el spa, tomó los mejores vinos y
degustó las carnes más envidiables del mundo, rodeadas de guardaespaldas.
Alguien que llegó en un vuelo privado desde Centroamérica la cotejaba y le
había servido el dinero de los dólares. De este modo, Leopoldo sostenía la
tesis más probable de que se planificaba el secuestro de Margot Robbie, alguna
lesión grave, alguna amenaza letal o su muerte física. Pero no cabía dudas de
que Margot Robbie era un objetivo inminente en el mundo perverso y oscuro de
Ruperta María Calatrava de Sánchez o la falsa modista Madame Luciénne Lacolie.
La
cena con Margot Robbie se desarrolló de manera sencilla, quizás perturbada por
la diferencia de idiomas y mi casi absoluta torpeza para entrarle al inglés con
fluidez. Yo no podía salirme de sus ojos azules. Le dije desde el comienzo que
era actor en situación de retiro y que en el presente me dedicaba al espionaje
internacional. Como tal había sido contratado por alguien que me solicitaba
detalles muy puntuales acerca de su desempeño de trabajo durante sus
filmaciones e incluso en su intimidad. Sin embargo, un hecho inesperado había
cambiado rotundamente mis propósitos. Desde París y desde el Caribe se
planificaba un atentado sobre su vida. De hecho, Margot Robbie no sólo no me
creyó ni una palabra de cuanto le confesé sino que fue sincera al comentarme
que accedió a cenar conmigo porque yo le recordaba a un guionista de cine muy
amigo suyo desde la infancia, nacido también en Gold Coast, en su Queensland natal de Australia, con mi misma edad y esta
cara de escritor que me delata sin saber por qué. Durante tres horas traté de
persuadirla de que me permitiera protegerla del atentado, pero después de la
última copa de vino que vi pasar sobre sus labios rosa entendí que la palabra
muerte no estaba remotamente en su visión existencial. Con delicadeza me
despedí de ella y salí a la carrera a buscar a Madame Luciénne
Lacolie.
Ruperta
María Calatrava de Sánchez amaneció en medio de un gran charco de sangre a poco
más de mil metros de la plaza de Dorego, también en San Telmo, justo en el
Puente de Las Mujeres, con el pecho atravesado por una certera puñalada. A su
lado estaba igualmente apuñalado su hermano Jesús José con una bolsa de compras
de alguna tienda del boulevard llena de dinero, una pequeña pistola Browning
calibre 7,65 x 17 mm, unas gafas oscuras de dama y ropa de abrigo de lujo. Sus
cuerpos no mostraban signos de violencia o lucha y ciertamente el episodio
resultó extraño en ese sector. La data de muerte del forense determinó que los
crímenes habían ocurrido a las 5:00 AM menos 20 minutos. Se descartó el hampa
común y sólo dos meses después, en Madrid, pude dar con los asesinos. Un falso
piloto de una aerolínea panameña ejecutó el encargo con dos cómplices pagados
por su ex marido. El asesino se hizo pasar en Argentina como falso piloto,
igual que yo, quizás para inculparme en el asesinato y perjudicar mi carrera.
Pero ahora Madame Luciénne
Lacolie estaba muerta y aunque se ignorase qué la llevó a perseguir a la bella
actriz Margot Robbie, esta vez la tigra resultó cazada y yo ni siquiera tuve
tiempo de asistir al estreno de la película de Margot Robbie y Willy Smith. Tampoco
he podido tener una nueva oportunidad de saludarla y pedirle que me preste un
segundo sus ojos azules para mirar el mar tan bello que hay ellos.
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