11 de agosto de 2015 | By: Leonardo García.

Gabriel Jiménez Emán II

“La foto tenía tan alta definición
que podían apreciarse claramente los dorados vellos de la piel
y las gotas minúsculas de agua      refrescándola”.


Gabriel Jiménez Emán
(Caracas, 1950)



Microrrelatos Inéditos
( 2015 )


BLOW UP


Tomás al fin dio con la chica deseada en Internet, buscó hasta encontrar a la muchacha de sus sueños completamente desnuda. Su cuerpo sensual se ofrecía en la pantalla en toda su frescura. La foto tenía tan alta definición que podían apreciarse claramente los dorados vellos de la piel y las gotas minúsculas de agua, refrescándola.  El rostro, el pubis, las nalgas, los pezones irradiaban todo su esplendor. La reproducción fotográfica era tan diáfana que bien hubiera podido pensarse que era real. No había casi diferencia. Sólo necesitaba el tamaño adecuado para alcanzar una dimensión corporal a la escala de la suya. Como no podía lograr tal cosa con la foto, amplió la imagen de los senos en detalle y los acarició, los besó deseoso. Luego hizo lo mismo con el pubis: amplió sus dimensiones para lamerlo e internarse con su lengua atravesando los pliegues ofrecidos de la valva. Después de esto, debía besarla en la boca. Agigantó el rostro, miró los bellos ojos, debía besarla con fruición, hacer suyos los labios carnosos y rosados, la tersa piel, más, más cerca, más, siguió agrandando la imagen para acercarse, pero en este punto los poros de la imagen se atenuaron y difuminaron.

Tomás se encolerizó. No podía lograr su objetivo completo. Siguió desesperado ampliando la imagen del rostro hasta tenerlo frente al suyo, pero sólo consiguió desvanecerlo, perdiendo sus rasgos originarios con la cercanía de la pantalla recalentada, la cual de inmediato comenzó a absorber ojos, boca, nariz, pómulos, poco a poco, con fruición, saboreándolos hacia su interior, hasta apropiarse por completo de la cabeza con el sonoro chasquido de un beso con el que deglutía la testa de Tomás, para apoderarse luego, con supremo éxtasis, de aquel cuerpo remojado en el líquido del amor.




ADIÓS A LOS LIBROS


Actualmente me encuentro bastante deprimido por el hecho de tener que renunciar a mi biblioteca de libros impresos. Se han puesto viejos y ahora me producen alergia, los hongos me dan escozor en la nariz y la piel, me pican en los dedos, sus páginas amarillentas y manchadas me causan una tristeza indecible.

Acabo de dar instrucciones para que se los lleven embalados en cajas. Ya no caben en el departamento, crían telarañas, acumulan polvo, pesan demasiado, nadie los consulta ni lee, mi mujer necesita espacio para poner un cuarto de huéspedes.

Se llevan los libros y con ellos se van  mis mejores recuerdos, mis lecturas, mis ojos en sus líneas, mis emociones, el pulso de mi escritura en sus márgenes, las observaciones que hice a todas y cada una de las ediciones que dentro de pocas horas serán llevadas a grandes depósitos de objetos de remate, dios mío, creo que esta noche no dormiré, me veré obligado a entrar al cuarto de estudio donde están y tomar cualquiera de ellos para sentirme acompañado de él y ponerme a leer hasta el amanecer, hasta que lo concluya y pueda así pagar de una vez por todas la deuda de por vida que he contraído con ellos, mis hermanos incondicionales que hasta ahora han evitado mi suicidio y las decisiones fatales de quitarme la vida lanzándome desde edificios, precipicios, o de tomar píldoras para acabar con todo de una buena vez.

¿Qué voy a hacer con mi colección de yoes destruidos, de personajes energúmenos que pasaron por mi propia personalidad, por mis insoportables manías ególatras? Lo dejo todo por ahora en manos de la providencia, en manos del destino que ya sabrá qué hacer con las inmensas ganas que tengo de lanzarme desde este hermoso edificio de oficinas de la gran ciudad de Nueva York.




EL SIERVO DE DIOS


José Gregorio Hernández tenia tal magnetismo personal, que el único automóvil que había en Caracas lo buscó por toda la ciudad hasta que lo encontró en una esquina del barrio La Pastora y se abalanzó sobre él para que el Siervo de Dios lo bendijera, pero José Gregorio no podía estar al tanto de que el aparato tenia los frenos malos y ello no fue tomado en cuenta por el conductor del automóvil en el momento en que el Siervo de Dios se colocó frente a él para bendecirlo y evitar así los posibles accidentes en la ciudad y en el país, suceso que fue considerado por la sociedad y la opinión pública un signo nefasto de los nuevos tiempos que se avecinaban.




LA BRISA


La brisa es lo mejor que hay, lo máximo que puede uno llegar a experimentar cuando no se tiene absolutamente nada qué decir.




AUTOFAGIA



Ese día había llegado al límite del calor y de la sed. Llevaba casi una semana sin comer y cuando al fin bebí el primer vaso de agua, sufrí un desmayo que me llevó de nuevo al suelo, donde comencé a sufrir alucinaciones.

Después que éstas pasaron, el hambre era tal que pensé en devorar cualquier cosa: un pedazo de trapo, papel, basura, insectos, plásticos suaves, lo que fuese. Entonces miré mis manos, sobre todo mi mano izquierda, y ésta lucía apetitosa, aunque mejor estaban mi antebrazo y mi bíceps, así que empecé por ahí.


Un primer mordisco hizo fluir la sangre, pero seguí con mi tarea hasta concluir todo el brazo; de éste colgaban articulaciones y tendones despegados que me dolían, pero mi apetito era superior al dolor, y ya que no tenía nada qué hacer sin brazos, no esperé demasiado para proseguir con las piernas y los pies, operación que me volvió un poco más flexible y me permitió ir desgajando los últimos músculos del abdomen. Aquellos colgajos sanguinolentos y grotescos no servían ya de nada, ni siquiera para mirarlos, así que continué con el pecho, hasta que de mí quedó sólo la cara y la boca, puestos en una cabeza flotante que, ya cansada de dar bandazos entre la paredes y el aire del departamento, cayó al suelo y siguió rodando por el piso, para ir a detenerse finalmente junto al plato donde el perro come. El animal aparece pronto atraído por el olor, se acerca y procede a devorarla, luego escupe los ojos y en ese momento despierto de la horrible pesadilla.



LAS ARGUMENTACIONES CONVINCENTES


Las argumentaciones breves no sirven. Siempre lo he dicho y pensado. Las argumentaciones, para poder ser argumentaciones convincentes, profundas, de peso, han de ser largas. Estoy plenamente convencido de ello, hasta la muerte. Incluso hasta la muerte misma de las argumentaciones.